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PIERO

Riberas

ANDANZAS DE RIBERA/8

ANDANZAS DE RIBERA/8

 

 

 

DE LA PASARELA DEL VOLUNTARIADO AL PUENTE DEL TERCER MILENIO

 

     Dejando atrás el esfuerzo voluntario del humano para trazar su pasarela, el paseante tiene un amplio espacio en la margen derecha para seguir remontando el río. Es el último tramo acomodado para el ciudadano. Un enorme paseo tan ancho como relajado para poder lanzar la mirada a la margen contraria.

 

  Le podrá parecer así, contraria, porque el contraste es fuerte. Frente al paseante ancho se yergue el esqueleto de lo que fue la Exposición internacional de 2008. Hoy una amalgama de edificios en busca de significado tras la época festiva. Desde la margen por la que se puede caminar con comodidad, se vislumbras las vallas que cierran el paso a lo que fue un foco mundial de felicidad hace tan sólo un verano. El aire de melancolía que acompaña la mirada se hace más hondo cuando los pasos le llevan donde estaba el Iceberg. La atracción estelar de cada noche en la expo es hoy una llanura artificial, un mirador de la resaca del evento. Un testigo más que mudo, exhausto, de lo que allí se vivió. Toneladas de color, sonidos de indefinibles fonemas que acompañaron al agua sin disolución. Para evitar el agua salada del lagrimal, el paseante seguirá valiente río arriba para encontrarse con el frío metal.

 

  El pabellón puente, el que podría haber sido la obra faro del 2008, es hoy un gladiolo helado. Un artefacto que reposa sobre una isla artificial, que hoy es ejemplo de lo que a veces sin querer el hombre hace cuando esconde la medida. Aunque no la tenga, ahí están los sentidos para redimensionarle. En este caso, el oído, que por primera vez en la ribera, percibe como el río se acelera, habla rápido, y parece agradecer el rasgo de vitalidad que le ha dado el cauce. Puede que no entienda al gladiolo asilvestrado, pero regala al paseante atento el dulce perfume del agua rápida en busca de más vida. Y a ello se dirigen también los pasos del andante, al seguir su camino. Le espera la mayor obra en puente sobre agua dulce.

 

   El puente del tercer milenio. Una obra simple, llana, clara. Antítesis tan cercana a la del gladiolo puente, que su línea armónica cuadra en la mente humana con el arco que delimita su estructura. El viaducto de mayor vano sobre río europeo. Sin pilares intermedios, sin alterar al río, parece querer dar la bienvenida al Ebro a Zaragoza de la forma más cómoda. Sin condicionarlo, le abre paso para que riegue la ciudad. Es esta la nueva puerta de entrada a la ciudad. Lateral, pero principal. Sin ladrillo ni muros que la acompañen, la estructura de hormigón se hace ligera con su vano educado. Parece haberlo recibido en la mejor escuela. Sus diferenciados carriles para vehículos motorizados, bicicletas y viandantes abren hasta seis medios para atravesar el río con la serenidad de los puentes más discretos. Visitar su vientre para el paseante, un nuevo guiño a la historia. Construcción del XXI que hace gala de nuevo milenio; esconde en su vientre flotadores salvavidas de cálido color naranja. Esos que todo el mundo asocia al XX, los que han desfilado por cualquier embarcación mundial, son hoy la prueba muda de que el hombre no acaba de renunciar a sus iconos inconscientes, como la nueva puerta con la que la ciudad acoge a su visitante más apreciado. El Ebro entra en Zaragoza por su vano más elegante, el nuevo milenio también deja un rastro de lucidez en esta variopinta ribera.

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ANDANZAS DE RIBERA/7

ANDANZAS DE RIBERA/7

La foto es gentileza de Mapi 

 

 

DEL PUENTE DE LA ALMOZARA A LA PASARELA DEL VOLUNTARIADO

 

    

    Al dejar atrás el puente de la Almozara, en su margen izquierda el río se  muestra amigable. Tanto que el hombre ha reformado su encauce. Lo ha dotado de nuevo paseo al nivel de la ciudad, mientras a nivel de agua le ha hecho un traje. Un vestido en el que el cemento inicial se ha visto decorado por enredaderas horizontales de vegetación. Una franja de verde, coronada de flores de temporada, adorna al cemento y deja un camino al paseante de jardín bucólico. El andante se encuentra al Ebro por un lado, a la franja de jardín insospechado al otro.

 

   Una línea de verde y oxígeno con la que esconder el dominio del cemento del muro. Una guía en principio involuntaria para acompañar el tramo de ribera. Esa franja de vegetación controlada cobra un sentido inesperado cuando se ven las pequeñas esculturas. De hierro forjado, de verde húmedo, las ranas se extienden por el frente norte del río. Un ejército de las popularmente llamadas ranillas dan nombre a la Avenida. Una crecida de verde tan inesperado como el jardín de franja. Vegetación artificial con la que demuestra el hombre las ganas de dotar a la ribera de más elementos agradables. Esfuerzos humanos que llevan a la más limpia alteración del río.

 

   Sí, una pilona estilizada recoge los listados de acero que hacen posible la pasarela del voluntariado. El único elemento que salva el cauce del río de uso exclusivo peatonal, ha supuesto un nuevo camino de comunicación en el inicio el XXI. Iluminado de noche como faro calmo que antecede al meandro de ranillas, cruzarlo es inevitable para todo pedestre. Los días de viento las pisadas aprecian el bamboleo al que se somete la pasarela. Pero lo más apreciado es el silencio. No se oye al río, que comprende que está en un tramo relajado, de recién nacido, en el que la única presencia es la humana. Lejos de coches, autobuses o trenes, cruzar el Ebro por la pasarela se convierte en un regalo para los ojos que no deben temer a nada, que pueden gozar del nuevo ángulo del que ha dotado la pasarela. Como cuando al embarcar en un crucero, los pasos guían al inconsciente a un nuevo campo de disfrute.

 

    Lo hay en la margen derecha. Tanto que la instalación de un camino de madera en forma de pantalanes de secano asemejan a una marisma. Inesperada como un regalo en día de faena. El río ha dado a la orilla un margen amplio de tierra; sin profundidades engañosas, permite al hombre descansar en él, tomar el sol o meterse en sus aguas sin ponerlo en un aprieto. Marismas de plexiglás frente a las ranillas cobijadas por la franja de jardín horizontal.

 

   Se han puesto de acuerdo todos para hacer de este tramo el más ocioso del río, sin grandes destellos urbanísticos, el quehacer del voluntariado en la pasada Expo deja su recuerdo en la pasarela que se yergue con modestia para señalar el punto de disfrute iluminado para el peatón. El que llega sabiendo que todo lo que ve está hecho para sentirse más arropado, como la buena labor del voluntario. Para disfrutar con lo mejor de cada uno, su voluntad.

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ANDANZAS DE RIBERA/6

ANDANZAS DE RIBERA/6

 Puente de la Almozara

 

 

DEL PUENTE DE SANTIAGO AL DE LA ALMOZARA

 

 

    Al cruzar el puente de Santiago, aunque sea ese día en el santoral, el paseante se siente muy profano. Tan alto respecto al cauce parece que en cualquier momento se va a desprender de él. Por eso enseguida busca como al amante, reencontrarse con él. Al hacerlo por la margen izquierda, para que su acompañante lleve el bolso en su diestra, recuperará al río a cambio de dejar a su derecha infinidad de barrotes. Los que acotan algo tan sano como un centro deportivo. Parece un contrasentido, pero con un poco de paciencia el suelo le dará la respuesta.

 

   Camino liso que lleva a un porche, elemento extraño en la ribera, sus paredes llenas de grafitis obligan a volver la vista al cauce. Y allí se percibe que algo extraño embauca su perspectiva. La techumbre del porche le coarta la mirada al alto, le da a cambio profundidad. Si se sienta en su pretil verá el pebetero del centro deportivo de antorcha guiadora que entabla un curioso duelo con el ladrillo de las torres del Pilar. Hormigón, acero, ladrillo. Todos provienen del agua, a todos los acompaña. Máximo gobierno, elemento tan caprichoso, que aquí se muestra más perezoso que nunca. Dejados atrás los barrotes del sport el río se ensancha, forma isletas, llanea y se percibe que el siguiente puente tendrá que adaptarse a él.

 

  Y así lo hace el de la Almozara, el que más pilares ha tenido que hundir en el cauce, el agua se ha desplegado de manera que el hombre ha tenido que tirar del carro más de lo normal. Quizá por ello cuando el paseante cruza a la margen derecha y baja  a ver la sala de máquinas del puente, le sorprende una escultura. Con ascendencia manifiesta en el italiano Giacometti, un carro es tirado por cuatro hombres, mientras dos por detrás les ayudan en el empeño. Cuando se toca la cabeza del guía del carro, parece que la escultura despierte, y de qué manera. Al tacto, la boca del guía quiere morder a quien le ha osado. Una vez disipado el temor, dejará al carro pasar y se encontrará con lo que mejor define al conjunto. Un séptimo hombre, descolgado, y tumbado en el suelo, escenifica la extenuación. Al paseante primario no le quedará otra que intentar levantarlo. Como ser indefenso que se muestra, tratará de levantarlo por su punto más sólido, la columna. Cuando el esfuerzo le haga comprobar que era vano, entenderá que la fuerza de la obra le ha abstraído de su realidad.

 

   Lleno entonces de dudas, recorrerá la margen derecha pensando que los cisnes que hay sobre una isleta son sueños de la realidad. Elementos de la naturaleza que el hombre ha puesto en busca de realidad. Virtualidades tan falsas como su blancura. La que nunca tiene un río aunque le permita al hombre practicar el piragüismo con la excusa de que por llevar el nombre de quien lo calienta va a ser su amigo. Helios transportaba su carro de oro a través del cielo proporcionando luz. Al anochecer se sumergía en el océano occidental, desde dónde era conducido en una copa de oro de regreso a su palacio de oriente. Como el sentido del Ebro. 

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ANDANZAS DE RIBERA/5

ANDANZAS DE RIBERA/5

 Imagen virtual y en miniatura del club Naútico.

 

DEL PUENTE DE PIEDRA AL DE SANTIAGO

 

 

 

     La piedra ha creado una bóveda tan calmada que dejarla atrás cuesta. A lo mejor porque se le añade el recuerdo que el paseante puede tener después de haber visitado los puentes de París. Ascendiendo la margen derecha llegará a un embarcadero moderno. Metal, madera del XXI y a sus espaldas el ventanal del club que presume de mejores vistas sobre el río. Como todo coqueto gusta de relucir en sus vidrios, en sus barandillas, en su decoración. A tanto llega la ilusión que el paseante creerá que un  yate pasa por debajo del Pilar. Ante la posibilidad de delirar, mejor que vuelva la cabeza al río. Y encamine la mirada a su derecha. Perdón por la repetición, pero el cambio de punto de vista cala. Ahora verá la piedra a altura más asequible para sus ojos. Observará la anchura que escondía, y hasta puede que le haga pensar en uno de esos puentes castellanos que siempre guían en sus llanuras.

 

   Y una vez dominada la anchura del río, tendrá que volver a subir. Le acompañará a la izquierda el Pilar, a la derecha queda el mayor desnivel que alcanza el río en la ciudad. Como si no pudiera acabar de entenderse con ella. No fue hasta mediada la segunda mitad del XX que el puente de Santiago salvó el desnivel. Cuando el paseante se acerca a él, percibe como algo moderno se va haciendo clásico. Cuando el peatón acaba de tragarse sus maravillosos tubos de escape que lo surcan puede bajar a sus entrañas. Allí le espera un suelo limpio y claro, un espacio diáfano rodeado de sólido cemento. Por suerte el paseante no pierde la memoria y recuerda que no lleva coche, porque sino le parecerá encontrarse en un garaje. De esos en los que todo parece perfecto y los vehículos gozan con sus halógenos y se regodean imaginando que duermen en un hotel.

 

   Lo es para los desclasados que duermen en la margen izquierda. En silencio para no molestar a la orilla que reza. Hasta que desde ahí, a la hora en punto, les llega gracias a la perfecta megafonía el :"Bendita y alabada sea la hora en que María Santísima vino en carne mortal a Zaragoza". El durmiente infeliz puede que recuerde sus años castrenses, seguro que serian legión los que desearían que el reloj no marcara con tanta alegría sus puntualidades. Porque una de las cosas inolvidables del montañero es la del dormir al raso, sin hora.

 

    Y el andarín por fin encuentra unos pasos más allá la información que necesita. La rotulación le indica que le quedan 576 kilómetros hasta Fontibre. Que al nacimiento del Ebro le lleva la GR99. Que los 980 kilómetros de cuenca con más cauce de la península se encuentran en un punto peculiar. Es aquí donde la GR camina por las dos vertientes del río. Decide abrazarlo en un intento de casar el lujo de la margen derecha con la parquedad de la izquierda mientras la megafonía de la basílica da fe del encuentro a pesar de que el agua no es el mejor propagador del sonido.

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ANDANZAS DE RIBERA/4

ANDANZAS DE RIBERA/4

Vista de Zaragoza (1647) tras la ríada de 1643, que rompió el puente de Piedra. Obra del conquense Martínez del Mazo (yerno y ayudante de Velázquez). Museo del Prado.

 

DEL PUENTE DE HIERRO AL DE PIEDRA

 

 

   Del Hierro a la piedra, de la locomoción a la rotación, del raíl a la rueda. De verse al agua acompañar al paseante, a verla como se esconde. No, sólo cambia el  punto de vista. En realidad el que se ha elevado es el ciudadano. El que ha perdido la ribera y ha necesitado ganar desnivel para arañar altura a sus edificaciones.

 

   Pero para continuar la ribera, el andarín desciende hasta el hierro, deja atrás su óxido y encuentra ínfimos islotes que se adentran en el flujo del río. Los patos le divierten al paseante la vista hasta que topa con una pasarela de acero que le cubre. Su pilar principal visto desde la base le recuerda al pebetero del olímpico de Montjuic, la rampa de listas de madera, al tren humano de pisadas que con la excusa de acercarse al agua encuentra la sombra.

 

   Sí, es la sombra, la que reina en este tramo. Las paredes construidas por el hombre para controlar las crecidas del río le dan tanta verticalidad a la ribera que a ratos le parecerá entrar en las cloacas. La presencia de una mosca desproporcionada se lo podría confirmar. Es otro grato guiño para el que pasea a ras de agua. Una mosca forjada, anclada al suelo, de dimensiones de adolescente, parece posada en las piedras del río en espera de presa. La escultura se ve coronada por una cabeza de piedra rodada. Como muchas cabezas asemeja simple y llana, pero el lugar donde la han posado abre pistas sobre porqué artista y posición pueden decir tanto a quien observe. Una mosca con hierro por patas y por cabeza piedra entre los puentes del mismo material.

 

    El paseante se decide a cruzar el puente más antiguo, el de Piedra, con sus rampas más acusadas. Con la cruz en su alto que recuerda al reverendo toscano Basilio Boggiero, educador del que fuera defensor de la ciudad, el general Palafox. Junto a la cruz, el desnivel más pronunciado del que se pierda por la ribera, y alzando la vista la construcción más alta que le espera en el camino, las cuatro torres del Pilar.

 

  Antes de que se le pase la hora, se llega en descenso a la margen izquierda, la del barrio de Jesús, la que más señala que quiere acercarse a la otra margen. Se nota en que no deja de mirarla, en que se acicala sólo si la mira. Si no, sus calles serían impersonales, sin vistas a la humedad que le llega del río. Pero está el balcón de San Lázaro y su molino que no cejan en mirar a la parte antigua. Una nueva estructura metálica vuelve a sorprender al paseante. Un mirador aislado y caprichoso. Una punta que entra en el río a más de diez metros de altura. Una estructura gris y ligera. Tan extraña que cuando más cerca está del agua el visitante notará como el viento agita la estructura. Indefensión inesperada ante la aparente solidez que da el gris metal. Lugar perfecto para cambiar el ángulo de visión a los andarines confiados. Esos que no imaginaban que el metal dijera tanto como la piedra, que siempre guió a las mentes menos adaptadas. Cuestión de prejuicios de piedra para cualquier edad.

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ANDANZAS DE RIBERA/3

ANDANZAS DE RIBERA/3

 

                               DEL PUENTE DE LA UNIÓN AL DE HIERRO

 

 

 

     Saliendo del regazo de hormigón del puente de la Unión se asciende por la margen derecha en busca de la madera. Listas rectangulares que vibran con el paso, gimen con la rueda de la bicicleta, pero guían al peatón hacia el sencillo puente de la margen derecha. De trazo oriental, podría encajar en un jardín japonés, pero tiene más de poniente, del lugar donde muere el Huerva. Su baranda de cristal abre el campo de visión en el encuentro de las dos aguas. Si se baja al mismo borde, espera una mujer. Una estructura de hierro forjado, un rostro con coleta que mira al sol naciente. De largos brazos, de ligeras piernas, reposa y parece comentar las andanzas de río. Relaja pensar en lo que estará pensando, volver al cauce del Ebro resulta más dulce tras su mirada.

 

   Un sube y baja suave y cuco espera para acompañar al que sigue remontando el cauce. Una ligera pendiente final desemboca en las entrañas del puente de Hierro. En su útero, mucha sombra, muchos elementos verticales que asemejan a pértigas hundidas en el agua plácida que se acuna bajo el manto protector del puente. Cuatro pilonas de hormigón a cada lado, custodian los pilares de piedra que sustentan al hierro. Maquillada de verde no puede esconder sus remaches, sus parches, y menos sus innumerables agujeros donde las palomas encuentran su lugar de calma. A salvo del ojo humano fácil, reposan antes de emprender el vuelo. El paseante al subir al puente y cruzar el río ampliará el campo de visión. Si es zarzuelero, recordará a los soldados vueltos de Cuba cantando aquello de: "Por fin te veo, Ebro famoso.." Si tiene la vista larga observará a su izquierda la piedra del puente vecino y la de El Pilar. Cuando la gire a la derecha verá hormigón, metal, acero. Son las líneas que asemejando un pentagrama trazan los puentes río abajo. Ninguno se superpone en la línea de visión, todos caben en un plano vago. Sin esfuerzo comprenderá el paseante que la evolución le lleva a Levante.

 

   Hacia dónde mira otra escultura seccionada. Al dejar el puente de Hierro río abajo le espera un bloque de hormigón blanco extraño. Hasta que ve una cabeza que mira a oriente, unos brazos que le acompañan mientras que el tronco y las piernas parecen haber quedado sepultados en el cemento. No se sabe si algún día casará con la mujer de la orilla opuesta. La experiencia dice que cemento y hierro ha construido muchas casas. Falta saber si serán familia.

 

   Con la duda sigue el paseante por la margen izquierda, más hecha a voces altas, a menos motores. Así el rosario de piraguas que surcan el río esa mañana le dan jolgorio a la ribera, hasta que el silencio se hace extraño. Tanto que cuando llega, el paseante se pregunta si ha pasado algo. Sí, en medio de una arboleda, un grupo de personas sigue con su clase de Tai Chi. Un remanso de paz entre palas de remo. Hasta los espectadores que animan a los palistas dejan descansar a sus megáfonos para no molestar. Piragüismo y Tai Chi casan en la ribera, ejemplo práctico para las estatuas que sentadas en márgenes opuestas esperan armonizarse un día. Podría ser una unión de hierro, como los puentes que las acercan.

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ANDANZAS DE RIBERA /2

ANDANZAS DE RIBERA /2

 

DEL PUENTE DE LA UNIÓN AL AZUD DE VADORREY

 

 

 

   Río arriba el cauce ha ganado altura, la que le ha dado el azud. Una altura con dos caras. Dos lados de un mismo metal.

 

El de la margen izquierda es el que se refleja en el hormigón del puente de la Unión. Metal, unión, puerto fluvial. A veces las ciudades tienden a realizar guiños imprevistos. Falsos espectros de rías, apacibles apeaderos de cemento en busca de ociosos paseantes de ríos. Porque desde que al hombre se le ocurrió surcar las ciudades a través de sus aguas exteriores, las residuales perdieron su relumbre. Y en esta búsqueda insaciable por la novedad, le da por construir embarcaderos de bolsillo. Y como los bolsillos; son maleables, accesibles, permiten en su diminuto tamaño hacerse una clara idea de los elementos que lo componen. Con la madera forjan un promontorio a todas luces claro en el haz del río. Un lugar dónde todo o nada puede llegar.

 

   Y para la espera, siempre una sombra es buena. La que dan los plátanos a la derecha del embarcadero permite al paseante relajarse. A veces oirá un ruido con frecuencia precisa. Le puede parecer el de una bomba mecánica de agua. Si alza la vista al río, podrá ver que el hombre también aprendió a acompasar sus movimientos. Tiene rasgos de danza acuática, son las palas de los remos, que a pares remontan el río mientras la pareja de remeros comenta el último chascarrillo.

 

    Uno podría ser el de que en el río hay muchos materiales que lo delimitan, forman y rigen. Pero a su remozado aspecto ayuda el no ver un neumático. Su presencia amortiguadora ha sido olvidada en este cambio de cauce, de altura, de concepto. El río aceptó al azud, al puerto de bolsillo, a los remeros dialogantes y a los pescadores imprevistos; sin embargo ha perdido goma, por eso ha ganado pompa y prestancia.

 

   La que la margen derecha siempre muestra. Aquí el ruido del coche acompaña el paseo entre árboles y vegetación más agreste. Parece que sea la margen pandemonium, la que lo tiene todo. Humos, ruido, flora, árbol, sombra, hasta lo fecal se reúne en esta margen.

 

  El paseante comprenderá que la aglomeración de cosas es innato al humano, que cuando su presencia se hace patente, difícil es que ceda el espacio conquistado. Probablemente porque lo sienta así, conquistado, como un triunfo; como una falta de tacto para quien llegó algún segundo antes que él. El río no necesita irse por las ramas, prefiere ganar altura. Cosa de sabios, como la naturaleza.

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ANDANZAS DE RIBERA/1

ANDANZAS DE RIBERA/1

La foto es de www.alasdeplomo.com

                              DEL AZUD DE VADORREY AL GÁLLEGO

    

 

     Atravesar un azud, pisar un tacto resbaladizo, caminar sin esfuerzo, con ruidos acuáticos de presión provocada por el hombre. Un ciego al principio podría sentir miedo ante la escandalera que creó el ingeniero. Pero cuando descubre que es un ruido regular, domado, acomodado para que las embarcaciones puedan seguir su travesía, empieza a relajarse.

 

  Y ya no para, porque ese es el último ruido artificial que oirá al seguir hacia el este. A partir de entonces la vegetación le acompañará, sus pisadas cobrarán sentido acústico y la vista adaptándose al cauce, se ensanchará. Es entonces cuando el Ebro se vuelve a sentir cómodo. Se relaja, se expande y sesteando en su nueva hora ya sabe que la mano del hombre esta vez no fue asesina. El paseante pierde altura, se acerca al agua y se deja cubrir por el puente del cuarto cinturón. Un latir irregular de coches al atravesar las juntas de dilatación dejan en el tímpano del peatón un pulso sincopado. Una frecuencia última de civilización antes de regresar de pleno a la naturaleza. Bueno, no. Todavía le queda un pequeño susto. Un zumbido profundo venido de la nada que en cinco segundos crea el vacío sonoro. La detención del aire, del sonido, de la vida. El instante en que las mentes recelosas piensan que la vida se ha parado. Fijado, inamovible.

 

   Y lo que se ha movido ha sido el tren de alta velocidad. Que cuando uno tiene el pie en tierra comprueba lo lejos que está de deslizarse sin freno por los raíles de la prisa ciega. Recuperado el pulso vital, seguirá su camino custodiado por farolas cómplices. No del que las ve, si no entre ellas. Todas han decidido mirar a Levante, en su extremo superior, la placa solar explica su orientación. El observador condicionado mirará hacia allá y lo que encontrará es una isleta en medio del cauce. La que acoge al Gállego, la que en diálogo con otra más reducida pregunta cómo le ha ido el viaje al río chico. 

 

  Agua dulce encuentra a agua dulce. Laminerías aparte, el camino de La Alfranca coge peso, se incorpora al tiempo que marca el cauce y se encamina hacia Levante, como don Quijote cuando buscando Barcelona encontró ínsulas oníricas de valor incalculable.

 

   El que pise la tierra que acoge al pie por la ribera, sabrá que algunos plátanos hacen que su compañía sea más fiable que la de quién le cuente aquello de que todos los ríos van a parar al mar.

 

 

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ANDANZAS DE RIBERA

ANDANZAS DE RIBERA

   Caminar entre humedades. Pisar hierba, tierra y aguas imprevistas. El agua que nutre la tierra. El porcentaje mayoritario del ser humano. Sin cifras, sin prisa, con vista. Con el tiento que da el sonar del rumor. El de la ribera pisada por andanzas.