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PIERO

TABACO

TABACO

 

  

 

   Bendita lluvia. De nuevo nos trae aire fresco. Húmedo, sí; pero con un tono más...es igual, a quién le importa cómo sea, si cambia, hay algo de inesperado. Como la muerte de Lucrecia, no es una buena nueva. No me explico bien. Si no que el hecho de haber ocurrido conllevará cambios. Debería pensar que una muerte nunca justifica un cambio. Pero la muerte es parte sustancial de la vida. No la quiero, pero no la negaré, no seré un puritano simple. La simpleza, para el ignorante. El hecho de que las cosas cambien, siempre trae mejoras. No, no he dicho que quiera una guerra, ni un atentado, ni un simple asesinato. ¿Verdad que da asco decir un simple asesinato?

                   

También es simple el encendedor que tengo entre manos. Tanto, que seguro que más de cien personas en este momento tienen otro igual entre manos. Eso no quiere decir que no seamos únicos, que todos estemos deseando que muera la gente. Pero a parte de las cien personas que ahora tienen un encendedor en la mano, hay más de cien personas que han dejado de fumar.

 

    El día en que conocí a Lucrecia, descubrí lo que era un falda plisada.

 

Algo tan ligero me hizo comprender que lo de llevar los pantalones era otro de esos dichos nefastos y cobardes que gastan los hombres que fuman porque no pueden echar otro aire sin sentirse culpables. Hombres sin valor para exhalar, que con la excusa de la dependencia por el cigarrillo van aniquilando su capacidad de decisión.

 

   Y enseguida me pregunté si las mujeres con falda plisada están queriendo decir que ellas sí que tienen capacidad de decisión. Que son ellas las que eligen, que ningún collar o maravedí las va a convencer. Las plisadas convencen a las mentes planas, esas que tienen los que compraron una televisión último modelo, sí, de esas de pantalla plana. Prefieren a mujeres con falda tubo que a las que la llevan plisada. No, no es verdad. La falda plisada requiere más cuidados, y una mujer que cuida tanto su vestimenta no ve tan fácil el horizonte. En cambio una falda tubo. ¿Hace falta decir más?, una falda tubo dice tanto de las piernas que cobija. Ese tubo es el único que manda en aquellas piernas, porque la cabeza que rige a esas piernas no acepta más ordenes que las que dicta la tela. No hay plexiglás que les valga.

 

     El día en que conocí a Lucrecia supe que no llevaría una falda plisada cuando muriera.

 

   Y lo peor de nosotros, los hombres modernos, es que ya no valemos para casi nada. Ni sabemos apurar una colilla, ni ponernos un pañuelo para arreglar un grifo, ni mirar un triste conmutador. Nos quedamos en el todo terreno, hipotecados a plazos por una carrocería negra que no nos lleva a ningún lado, por eso se llena de pantallas para hipnotizar a los menores. Y un menor hipnotizado no ve más que tonterías, ni se le ocurre ver una de esas películas en blanco y negro de los años 50. De esas en las que las mujeres llevaban faldas tubo.

 

    El día en que conocí a Lucrecia, las gorras de taxista se vendían en el rastro a veinte euros.

 

   Cuando las películas eran en blanco y negro, los galanes llevaban camisa blanca. Ahora también, de acuerdo. Pero entonces por dentro del pantalón. Marcando cintura. Sí, los hombres entonces marcaban figura. No les bastaba con una mirada huidiza, o una ceja descarriada, tenían que entrar en plano largo y que su silueta los presentara, que su cadera hablara y que cuando encendieran su cigarrillo ya quedara claro que no era una secuencia para menores. Si entonces el susodicho abría la boca, la melena negra de la actriz no se canteaba un pelo.

 

  El día en que conocí a Lucrecia, sabía que llevaría el pelo arreglado hasta sus últimos días.

 

   La humedad de la tarde me reconcome el codo. Mi pelo hace tiempo que no habla, se fue en busca de descanso y mi codo se frustra cuando intenta pasar por mi cabeza. El brazo por encima de mi cabeza. Qué postura más cómoda. Cuando compraba los cigarrillos por cartones lo podía hacer. Ahora miro mi codo, miro en el espejo mi cabeza y pienso, en dónde habrán acabado tal cantidad de cartones de tabaco fumados. La colección de ceniceros recibidos, la cantidad de mecheros guardados. Todos sabían de mi afición, y de mi costumbre de no cobrar, y de la más firme todavía. La de no decir que no, por miedo a ofender al que agasaja. ¿Alguien en su sano juicio puede pensar que después de tantos años de conferencias, colaboraciones, apoyos, cenas benéficas todavía me haría ilusión otro cenicero? ¡Tanto iluso hay por la vida, que pensaba que fumando no me estaba matando!

 

   El día en que conocí a Lucrecia, supe que vería muchas colillas en los ceniceros regalados.

 

   Autoasesinato, diría cualquier meapilas que me viera fumar después de tantos años. Son geniales los meapilas, te impiden olvidar que la estupidez es tan inherente al humano, como el decir no tengo tiempo en vez de mandarte a freír espárragos. Cuántos espárragos fritos podrían fumarse los que han dejado el tabaco. Da igual rubio o negro, los espárragos verdes hacen sentirse ecológico a todos los comensales.

 

  El día en que conocí a Lucrecia, supe que no me arruinaría por comer en restaurantes rimbombantes.

 

    La comida es un combustible. Y como tal, como dijera Einstein, y si no lo dijo es igual, como era un genio, lo podía haber dicho. Decía que como combustible que era, no había que prestarle mayor atención. Estaba al servicio del cuerpo humano, verdadero prodigio en la tierra. No, ahora que lo pienso, no imagino a Einstein diciendo que el ser humano es un prodigio en la tierra.

 

 

  El día en que conocí a Lucrecia, imaginé a la tierra abriéndose a su paso.

 

 

   La tierra olía ahora a nuevo. El olor de la hierba mojada es embriagador, como el de la gasolina. Otro combustible sobre valorado. En cambio, el olor a hierba mojada no debería ser infravalorado. Ese olor significa que los seres más simples de la tierra se están reproduciendo. Son hermafroditas, pero al filamentarse, se reproducen, y en el proceso imprimen ese aroma a la tierra húmeda. Qué maravilla, al engendrar un nuevo ser, dejar semejante perfume embriagador.

 

 

  El día en que conocí a Lucrecia, comprendí lo que significaba embriagador.

 

   Hubiera sido otra cosa si hubiéramos engendrado. Las risas se habrían multiplicado, los lloros habrían sido más infantiles, las sonrisas más frecuentes. Es tan difícil dar un motivo exacto de porqué no se ha tenido un hijo. Es como la lluvia de esta tarde, algo que está, se ve, se valora, pero no se coge. No se puede almacenar la lluvia, no se puede almacenar la energía de tener un hijo. Deriva en impotencia. Y la impotencia no se cura con combustibles. Si la energía no alcanza, no queda más que ponerse chubasqueros, convivir con el chaparrón y mirar con esa macedonia de odio y envidia a los padres que ríen la última tontería del último de sus niños.

 

  El día que conocí a Lucrecia, supe que nunca pediría al camarero una macedonia.

 

 

    En la chimenea no falta el combustible, la leña crepita con gusto. Parezco un tonto al quedarme embobado mirando las llamas. Pero poca cosa más cuerda me queda. Mi jersey clarea en los codos, ya no lo puedo pasar por encima de mi cabeza, ya mi cabeza no supera nada. Ni siquiera tiene el valor de tirar los ceniceros regalados.

 

 

El día que conocí a Lucrecia, no podía imaginar que mis hijastros se llevarían sus cenizas y no recogerían los ceniceros. El tabaco tiene estas humedades.

piero © todos los derechos reservados

5 comentarios

Edu -

Tan densa como el humo que escapa del pitillo que amarillea mis dedos es la historia de Lucrecia. Tan rica en fragancias como la leña de un veguero es la historia de Lucrecia.
Tan épica y entrañable como el pliegue de una falda es la historia de Lucrecia.
Tan fugaz como el rescoldo rojo que muere en el cenicero es la historia de Lucrecia.
Tan veraz como el brote que germina es la historia de Lucrecia.

Jarrita -

Qué bonito, qué triste, qué plisado, qué ceniciento, húmedo y atormentado.
Me gusta que los hombres marquen cintura y recordar el placer estival de las dos piernas juntas bajo la falda. Ahora, otoñal e irremisiblemente separadas por el pantalón o las medias.

Azul -

Me gusta mucho este texto :)).
Me gusta el ritmo, la secuencia.
Me gustan las faldas plisadas y las tubos, los codos y los pelos, la lluvia y el césped, la chimenea y la leña.
Y me encantan los "El día que conocí a Lucrecia..."
¿Cómo conoció a Lucrecia :)?
Grazie caro

mirada -

Piero, transmites el buen hacer en la escritura, este texto es delicioso, me gusta leerlo en alto, me gusta el sonido de las palabras.
Muchísimas gracias por compartirlo.

bo -

Pondré atención y recogeré los ceniceros, pero no prometo que sea el mismo día que conociste a Lucrecia. Me ha gustado, Piero, grazie.