CALACUELLOS
En Calacuellos el sol había luchado por diluir el charco grande ante la puerta de la casa. Lucrecia cuando iba dejando atrás la digestión del revuelto de gambas con el que desayunaba los lunes perezosos buscaba un poco de aire fresco y seco en la pradera de delante de su casa. Le gustaba pensar que a esas horas, y tan sólo tres meses antes, tendría el churro subiendo y bajando por su esófago en espera de colarse en el teléfono del que nunca se podía desprender. Hasta el día que colgó el auricular sin dudarlo. Vio caer los primeros copos sobre el asfalto y desapareció la venda de sus ojos. La costra de pus que era el teléfono se quedó sobre la mesa. La nieve le había susurrado en silencio una nueva piel.
En Calacuellos Lucrecia aprendió enseguida a ponerse crema de manos todas las mañanas. El viento del noreste era ácido las mañanas indecisas y dejaba cuarteada la piel. Lucrecia lo bautizó como el cítrico. Como el zumo de naranja recién hecho. Llegaba desde el monte Pacino cargado de decisiones inesperadas, de quiebros y vericuetos para hacerse el amo del lugar. Pero esa mañana, el cítrico no salió a desayunar. Su hueco lo aprovechó una borrasca pendenciera que se instaló en el valle de Calacuellos sin preguntar.
Tan rápida se hizo con la situación que a Lucrecia no le dio tiempo a bautizarla, era una borrasca tramposa que susurró sin dudas una burda excusa al sol para que escampara del valle. La borrasca sin nombre se desperezó, estiró las piernas de helado de corte y con los brazos de estalactitas empezó a sudar. Poco a poco las gotas de agua congelada de las estalactitas cayeron sobre Calacuellos. Los primeros copos sorprendieron a Lucrecia, pero no la disuadieron de seguir su paseo. Cuando los brazos de estalactita de la borrasca sin nombre carburaron a todo hielo, las piernas de helado de corte comenzaron a trocearse. Como esos helados de barra que Lucrecia tomara tantas veces de postre, las piernas de la borrasca sin nombre empezaron a filetearse sin remedio a golpe de alcalino, el viento básico del noreste que casi nunca pacía por Calacuellos.
Alcalino era un viento esquivo, que gustaba de autochequearse cada poco tiempo para mantener su nivel afilado intacto. Cuando se le acercaba una borrasca perezosa, le gustaba ponerse a su rebufo y cuando veía un valle como el de Calacuellos, con forma de olla a presión, le encantaba provocar vapor en las piernas de la borrasca. Los filetes de pierna de borrasca caían sin remisión sobre Calacuellos en fila, como paracaidistas en día de exhibición. Pero a Lucrecia no le gustaban las exhibiciones, su calzado no era de día de fiesta y estaba empezando a calarse su comprensión. Sus brazos parecían querer convertirse en aletas mientras su piel asemejaba a escamas. Al echar la vista atrás sólo encontró el alero de la casa por referencia, el camino que conocía de memoria
lo había borrado la borrasca sin nombre. Perdió su zancada feliz de día de revuelto de gambas, y sus tripas empezaron a rugir. Y la borrasca sin nombre lo debió notar porque de sus entrañas empezaron a salir trozos de carne como hígados cirrosos tras borracheras descomunales. Y cuando los trozos de hígado de borrasca cayeron sobre el valle, el hedor se hizo insoportable. Los restos de alcohol trasnochado convirtieron a la borrasca en pestilente. Lucrecia se llevó un pañuelo a la boca por ver si mantenía la respiración aunque hubiera ya perdido el paso. No podía seguir camino, le abandonó también la vista tras la niebla densa de las piernas de borrasca fileteadas, y dejó de inspirar por la nariz con el hígado borracho de la sin nombre. Derrotada en medio del bosque que antecedía a Calacuellos, recordó la mañana en que colgó el teléfono de la oficina para siempre. La mañana en que esquivó su rutina. La que le había dejado hoy noqueada en el bosque al confiar en su orientación. También hoy era una mañana esquiva. Antes de perder el conocimiento encontró nombre para la borrasca. La borrasca sin nombre y ahora sin piernas ni brazos ni hígado conservaba la cabeza por lo que oyó sin problemas su bautismo. La borrasca áspera.
6 comentarios
Edu -
Bonifacio Malaspina -
mapi -
que final desaparecer con una borrasca
me hubiera gustado mas que me parta un rayo o cae un rayo y vuelo con el
ajjajaja
aun con todo precioso
mirada -
Últimamente me dejas sin palabras. No sé adjetivizarlo, el poso que deja es misteriosamente sobrecogedor.
Me gusta lo que has conseguido, Piero.
Un beso.
bo -
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